PUBLICADO 29/06/2023 - DIARIO COMERCIO Y JUSTICIA DE CORDOBA
Atrincherarse en la historia
Auschwitz y Birkenau son testimonios históricos, esqueletos del Holocausto en el que se extinguieron las vidas de más de cuatro millones de personas que fueron llevadas allí con base en su religión, nacionalidad o etnia, creencia política u orientación sexual. Es que, cuando uno piensa en el número, ello impacta, pero no reflexiona verdaderamente sobre lo que esconde detrás. El número es abstracto y, por lo tanto, deshumaniza. Para tomar dimensión a veces sirve el ejercicio de personalizarlo, de acercarlo a nuestra realidad. Por ejemplo, un ejercicio rápido ¿cuántas personas forman tu listado de contactos de WhatsApp? ¿Serías capaz de imaginar que todas esas personas (y aún muchas más) desaparecen de ese modo?
Auschwitz es un museo en el sentido tradicional de la palabra. En un inicio se publicita el sitio como el lugar donde las personas podían tener la oportunidad de trabajar por una vida mejor. Allí se ven las estructuras, algunas fotografías y los objetos de las víctimas. Cada metro recorrido evoca el paso a paso con el cual las personas fueron arrebatadas de fragmentos de su identidad, desde sus seres queridos, sus ropas, sus nombres, su dignidad hasta lo más fundamental de su libertad. La cantidad de objetos acumulados, entre ellos valijas, zapatos y cabello son simbólicos del número que fue, pero son sólo una representación. En uno de los pabellones se encuentra una muestra que contiene un libro del tamaño de la habitación, con los nombres compilados de las víctimas judías que se han identificado al día de hoy. Alrededor de cuatro millones y medio de nombres, pero con la salvedad de que en estos sitios, niños, enfermos, embarazadas y ancianos eran aniquilados apenas al llegar, sin ser siquiera registrados. Sus nombres nunca se escribieron en ningún lado. De los objetos que más me impactaron, una pierna biónica y una prótesis de cadera fueron los más dolorosos. Es que este grupo no podía ser explotado, nada se podía obtener de ellos y por ende sus vidas nada valían.
Bikernau, por otro lado, fue el ambicioso proyecto de sistematizar aún mejor la máquina de la muerte, con mayor planificación, estructura y multiplicación de las cámaras de gas que fueron destruidas en su mayoría al final de la guerra. En este lugar, la empatía y la imaginación juegan un papel más fuerte, porque hoy el sitio es un cementerio a cielo abierto. Siguiendo las narraciones, podía imaginar el recorrido sobre las vías del tren, un ojo curioso buscando un haz de luz en los vagones cerrados y mirar la continuación constante de árboles altísimos infinitos. Pensar en la fatiga, la resignación, el miedo y el frío. Sobre todo, el frío de grados bajo cero, afrontado con uniforme de algodón y duchas heladas, cuando les eran concedidas. La incertidumbre constante de cuándo será el último momento de existencia, de si esto pudiera acaso acabar, de si serían capaces de reencontrar a sus seres queridos. En algún lugar quedaron también las llaves de cierto hogar, en la que se aferraba un hálito de ilusión desesperada… el promedio de vida en estos sitios era de tres meses.
Es curioso, los mediadores nos entrenamos para desarrollar el sentido de la empatía. Intentamos sentir lo que los otros sienten para comprender mejor la situación que están atravesando las partes y a veces es difícil establecer un límite claro entre las sensaciones ajenas y propias, entre conectar y desapegarse. Las sensaciones que viví en estos lugares fueron fuertes. Las sentí en el cuerpo. En el estómago. En la compresión de mis pulmones. Me sentía nauseabunda y sólo estuve pocas horas. De igual manera, se me viene a la mente la referencia que hace Nietzsche del dolor y de lo difícil que es verdaderamente compartir una emoción, por más intentos que uno pueda hacer de describirla con palabras. Es que todos sabemos qué es, pero la manera de sentirlo es única y subjetiva. Por eso muchos, luego de visitar estos lugares, optan por callar, porque es difícil intentar relatarlo, o incluso encontrar las palabras correctas cuando son, por lejos, insuficientes.
Además, uno cuestiona el límite de la lógica, porque juzga estos hechos a la distancia y simplemente no entiende ni el grado de crueldad ni cómo personas ordinarias “comunes y corrientes” terminaron siendo parte de una violencia tan sistémica y avasalladora.
Es que tenemos dos elementos fundamentales. El primero es la construcción de la retórica de odio y deshumanización contra un grupo particular. Primero, en una identificación de grupo nosotros-ellos, en la que el “ellos” queda bien definido. Luego, en el peligro que implican, para que poco a poco la segregación, la exclusión y la negación de la dignidad del otro se termine naturalizando por completo. El segundo, que me asusta un poco más, es que al menos materialmente cualquier persona es capaz de formar parte del mal, ya sea por acción u omisión. Todos somos partícipes y potenciales responsables mediante lo que decidimos decir y silenciar.
Si algo podemos obtener de estas experiencias devastadoras es entender cómo se construye la historia, para poder atrincherarse en ella y concientizar sobre los procesos de los que somos parte. Como mediadores tenemos herramientas fundamentales de comunicación para atender y detectar a tiempo estos procesos. Podemos contribuir socialmente en el monitoreo y la atención de las narrativas y discursos que mantenemos y reproducimos: primero desde nosotros y luego desde nuestros entornos, para colaborar también desde este sentido en la construcción de puentes en lugar de muros. Cada uno desde su sitio puede elegir promulgar odio u amor hacia quienes entendemos diferentes por el motivo que sea. Más apertura, más posibilidades de contacto pueden significar encontrar puntos de comunalidad más que de diferencia. Tal vez vemos que el «otro» así ya no asusta tanto, y tal vez hasta no es un «otro» tan otro como pensábamos. Entonces, ¿qué elegimos?
(*) Mediadora. Magister en procesos de paz y conflicto. Gestión de proyectos sociales.
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